domingo, 19 de diciembre de 2010

Las sirenas que fueron muñecas (2º premio concurso AEBA)

Los ancianos de la aldea decían que nunca habían visto una cosa así. Llevaba lloviendo dos meses completos en los que la luz del sol parecía no encontrar un resquicio entre las nubes para poder lucir, regateando por los huecos que el viento dejaba, ciertamente parecía que la tierra estuviera a punto de poner fin a su giro.

Algunos devotos cuchicheaban por los portones de vecinos que el hombre había enfadado a Dios, pregonando el advenimiento de días finales y juicios celestiales donde todos seríamos juzgados. Mientras, los hombres de campo, que solo creían en la climatología y en la tierra, les miraban con contención, estaban perdiendo meses de trabajo debido a las lluvias y no tenían ganas de escuchar sandeces de falsos profetas. Yo, en mi inocencia, me divertía bastante con la estampa tragicómica que recreaban unos y otros por las calles y plazas de mi amado pueblecito.

Mi madre solía comentar que los nacidos en esos días no conocían otro olor que el de la lluvia y que sus llantos no podían competir con el atronador sonido de la tormenta. Yo iba notando como las personas que me rodeaban empezaban a estar tristes y cansadas, levantando todos los días los ojos al cielo clamando una tregua, un poco de calma, un atisbo de mejoría donde poder reorganizar sus vidas, sus trabajos y sus corazones, pero no entendía por qué, a mí me gustaba la lluvia.

Pero la tormenta no escuchaba salmos de nadie, no entendía de vidas ni de corazones, seguía rugiendo con furia, destrozando a su paso los cultivos que servían de sustento a los aldeanos y asustando al rebaño que tanto me gustaba ver bajar por la calle hacia la ladera, pobres animales, acurrucados unos con otros, mojados y hacinados en sus techumbres con goteras.


El reparto de algunos alimentos empezó a escasear, las camionetas no hacían su ruta debido al mal tiempo y pronto empezó a no haber algunas bebidas, productos de higiene, pan… Pero sobre todo, mis ansiadas magdalenas para el desayuno. Creo que fue con ese minúsculo detalle cuando empecé a desear con ganas que dejara de llover, ya que hasta ahora no me había afectado personalmente.

Empezaban a flaquear las energías y la lucha contra el viento era dura. Para alegrar el espíritu, intentaban recordar como eran los soleados días de verano que pronto llegarían, simular el olor a ropa fresca e incluso sentir como era el calor, pero no obtenían mucho logro. Los mayores sabían que el daño estaba ya hecho, que aunque pasaría el invierno tarde o temprano, las pérdidas de cosechas y ganado no se podrían recuperar. Solo se cuidaban de no enfermar, de no necesitar auxilio, de no depender de esa medicina que no llegaría… Abandonaron la idea de subsistir por la de sobrevivir.

Una de las tardes, oímos un sonido pavoroso, la gente gritaba fuera de casa, no sabía exactamente que ocurría, pero aquellas voces reflejaban un miedo atroz. Mi padre fue a buscarme a mi cuarto, abrió la puerta bruscamente y me arrancó del suelo donde yo estaba jugando, luego corrió conmigo en brazos escaleras abajo mientras le gritaba a mi madre, yo no sabía que pasaba, pero me asusté y empecé a llorar.

Marchábamos deprisa, a trompicones colina arriba por un camino embarrado y tortuoso, lleno de ramas caídas y troncos olvidados. Mi padre tiraba de mí como podía mientras me iba arañando los brazos con el ramaje, mi madre, pálida y temblorosa, nos seguía jadeante. No paramos hasta llegar a un puente alto que colindaba con la única carretera existente, muchos aldeanos se nos habían unido en la huída, algunos iban en pijama y zapatillas mientras que los más afortunados llevaban botas y ropa de abrigo. Una vez allí, los bomberos y policía empezaban a aparecer, agrupando a los aldeanos que llegaban y distribuyéndoles mantas y bebidas calientes.

Personas que debían ser de las aldeas cercanas se abrazaban, aunque hasta hace unos minutos la mayoría eran desconocidos, sus caras reflejaban una extraña mezcolanza entre alegría y pena, entre alivio y desesperación. Muchos lloraban mientras miraban hacia los lados, no estaban, aquellos que a los que esperaban encontrar nunca regresaron.

Aunque yo no pude entender la magnitud de aquella tarde hasta pasados muchos años, mi padre intentó explicármelo a los pocos días. Estábamos en casa de mis abuelos, un pisito pequeño en una gran ciudad y yo no paraba de preguntar cuando volveríamos a casa ya que mis muñecas se habían quedado solas y a ellas les asustaban los truenos:


“Nena, ha llovido tanto estos meses que la presa del río que estaba al lado de la aldea se llenó tanto, tanto, tanto de agua que hizo que se rompiera, así que el agua corrió fuerte hacia la aldea y sumergió las casas, pero no te preocupes, tus muñecas se convirtieron en sirenas y se fueron al mar a nadar”


Fue la primera vez que veía a mi padre llorar.

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